Cuando vi la obra de Andrés Rueda por vez primera, me imaginé presenciar una puesta de sol en Estambul. Fantasee en la distancia con formas y espacios. Dibujé la gran cúpula de Santa Sofía flanqueada por los minaretes como lanceros guardianes de su princesa, [primero mora y después cristiana]. Y vi como en un sueño una ciudad de cuento de las mil y una noches, y fantasee con otros tiempos y otras épocas, con moros de a caballo y con cristianos cruzados con las capas al viento y la cruz por estandarte. Y vi los tesoros que Estambul encierra. Y vi una ciudad dividida en dos por el mar y muchas por los hombres.
La mirada errabunda siguió colores y busco formas. Y mi cabeza borró formas y diferenció tonos, y encontró gamas, y encontró manchas y descubrió oro y descubrió azules y miró más de cerca, y más adentro. Y se maravilló con el juego de masas de luz sin forma. Que encajan y se resuelven las unas entre las otras. Y atrapa la gran mancha rosa que, ahora, es el cuadro que el ojo selecciona. Y se fragmenta en ese instante en trozos que rivalizan en forma y en tonalidad. Una masa enorme cubre en ese momento la tela. El cuadro ya no es Estambul, ahora es su cielo. Hecha trizas, la gran rosácea entre tonos vivos entre manchas de oro y ausencia de color, y blanco que no es blanco y un negro que parece un pretexto para señalar, para recordar, que Estambul no es una ciudad, son dos. En ese cuadro.
A medida que el ojo explora, la mirada se convierte en parte componente del cuadro. Y el diálogo que primero sostuvo el artista con su obra, ahora lo crea el espectador con la obra acabada. Y habla con la pintura y le pintura le dice: calla. Mira, disfruta y piensa. Y yo, espectadora embelesada, investigo la tela, experimento la pintura, y pienso: El artista ha encontrado su estilo. Pienso en los fauves, en la fiereza de su arte casi salvaje al verlo de pronto. Y en casi humano al disfrutarlo de cerca. La fiereza del color, tal como lo usa Andrés Rueda, se impone para decir con gritos rosas, azules, oros, reflejos de espejo en el agua –otro elemento con el que juega Rueda sin que advirtamos apenas que se trata de un juego de luces y de sombras reflejadas, de una simetría casi imposible,- que es otro Estambul, pero puesto al revés. Una realidad transformada en fantasía y una fantasía hecha realidad. Con fuerza. Con mucha fuerza. Una realidad, Constantinopla, que más podría ser un pretexto del autor para pintar y lanzar sobre la tela esas masas de color luminoso, que una ciudad regia a retratar.
Así lo decide él. Así lo exige su ánimo, su intención y su estilo. Y nos enseña ese delicado y fugaz momento que encierra la aventura de la exploración, la aventura del mirar un cuadro como Fantasía en Istanbul.
A medida que el ojo explora, la mirada se convierte en parte componente del cuadro. Y el diálogo que primero sostuvo el artista con su obra, ahora lo crea el espectador con la obra acabada. Y habla con la pintura y le pintura le dice: calla. Mira, disfruta y piensa. Y yo, espectadora embelesada, investigo la tela, experimento la pintura, y pienso: El artista ha encontrado su estilo. Pienso en los fauves, en la fiereza de su arte casi salvaje al verlo de pronto. Y en casi humano al disfrutarlo de cerca. La fiereza del color, tal como lo usa Andrés Rueda, se impone para decir con gritos rosas, azules, oros, reflejos de espejo en el agua –otro elemento con el que juega Rueda sin que advirtamos apenas que se trata de un juego de luces y de sombras reflejadas, de una simetría casi imposible,- que es otro Estambul, pero puesto al revés. Una realidad transformada en fantasía y una fantasía hecha realidad. Con fuerza. Con mucha fuerza. Una realidad, Constantinopla, que más podría ser un pretexto del autor para pintar y lanzar sobre la tela esas masas de color luminoso, que una ciudad regia a retratar.
Así lo decide él. Así lo exige su ánimo, su intención y su estilo. Y nos enseña ese delicado y fugaz momento que encierra la aventura de la exploración, la aventura del mirar un cuadro como Fantasía en Istanbul.
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