LA GALERIA DE ARTE
Proyecto de un relato
Descolgué mi abrigo de la enorme percha y abandoné la lóbrega taberna, dejando atrás el murmullo de las conversaciones y una sutil y espesa niebla de tabaco sobre el tosco techo de madera. Al salir, el fuerte muelle aprisionó la puerta apagando completamente el sonido interior.
En la torre, la campana con sus rítmicos latidos, acusó indiferente la media noche.
Emprendí el camino solitario hasta mi casa, un recorrido corto, tan solo apenas tres manzanas, como otras noches, sin la presencia de un alma.
Al pasar frente a la vieja galería, aprecié que un hilo diminuto de luz amarillenta se escapaba fugaz entre las pesadas hojas de la puerta. La curiosidad me pudo; poco a poco fui acercándome. La noche pareció oscurecerse más y el silencio reinante se convirtió en un sonido muy fino y metálico.
La tenue fisura de luz amarilla era como una llama, que en su parpadeo, me llamaba entre susurros. De repente estaba allí, frente a la inmensa y centenaria puerta, con las manos abiertas empujándola y adentrándome en el interior.
La vieja galería me conocía como a un hijo adoptado. No soy de esta ciudad, cuando llegué a ella, ya empezaban a blanquear mis cabellos, mis ojos, precisaban de unas lentes para separar las palabras cuando leía. Con el tiempo, surgió una estrecha amistad con Andrés; conservador, cuidador, administrador, en definitiva, dueño de esta casa colonial, herencia de sus antepasados y transformada con delicadeza en galería de arte.
Sobresalientes artistas han expuesto en sus salas, otros, nobeles y jóvenes promesas, en ocasiones, han expuesto juntos, demostrando que en el arte existe algo más allá de lo material. Mi conocimiento de la casa era absoluto. Normalmente ayudaba a Andrés a descolgar los cuadros y preparar las paredes entre exposición y exposición y, él, un entendido en la materia, me explicaba las técnicas, los estilos, y hasta los defectos más invisibles de las pinturas que se mostraban. Un sótano bien aislado, y en perfecto orden, almacenaba las obras que, en concepto de pago o comisión, la mayoría de las veces le eran entregadas. Yo le ayudaba a protegerlas, y de paso, descorchábamos alguna que otra botella de vino, dejando que el paladar y la música de los lienzos, buscase la conversación adecuada.
Irrumpí en el espacioso hall. La intensidad del alumbrado emitía apenas un haz de claridad. Los amplios ventanales mostraban los postigos entre abiertos, dejando pasar un resplandor azulado. El sonido metálico del silencio se detuvo y una sensación de inquietud imparable comenzó a alojarse en mi mente. Con sigilo y rapidez ascendí las escaleras, presentía algo inesperado, terrible, pues, el dueño era sumamente ordenado y nunca dejaría la galería abierta, a no ser por un motivo demasiado importante.
Una tras otra recorrí las salas ante la estoica mirada de todos los cuadros; incluso, aparté los gruesos cortinajes de terciopelo que cubrían algunos rincones donde no se exponía. Bajé las escaleras de frío mármol verificando la ausencia en las salas de algo anormal. La puerta del sótano, entre- abierta, me hizo ascender con apresuramiento. Rebusqué en todos los rincones sin hallar nada; los latidos de mi corazón se escuchaban en el silencio como el repique de un tambor. Sobre la mesa donde solíamos dejar que se disolviera el tiempo había una nota en blanco y la vieja pluma de Andrés, como dispuesta a escribir un mensaje.
Me senté un momento; cerré los ojos intentando ordenar el desasosiego, mi memoria, hacía y deshacía el recorrido intentando encontrar alguna respuesta. Un soplo de aire hizo presencia; el envoltorio de papel de los cuadros, al contacto con este inesperado fluido vibró, ocasionando un sonido semejante a las hojas secas del bosque cuando las pisa un leñador.
Abrí al instante los ojos; un río de espesa saliva aprisionó mi garganta, un vaho azulado emergía de mi boca; mi cuerpo entero se estremeció. Subí despacio las escaleras de madera, al contacto con mi pesado cuerpo, producían un extraño sonido, como si fuesen palabras sueltas atrapadas en un eco lejano.
La tímida luz parecía estar atrapada en los cuadros. Mostraba otras formas, imágenes distintas a las que en realidad expresaban. De nuevo recorrí las salas observando detenidamente las pinturas. Había en ellas otros cuadros, secuencias superpuestas, diluidas formas humanas, animales famélicos, esqueletos de pájaros, largas avenidas de cipreses. Impresionado y a su vez atrapado en esta nueva visión, decidí apagar las luces, cerrar los postigos de las ventanas y, de un fuerte impulso, cerrar la puerta de la galería y esperar la quietud de un nuevo sol.