Nos encontramos ante una nueva perspectiva de la
Gran Vía de Madrid al anochecer, ante uno de los crepúsculos mágicos de Andrés
Rueda en los que la protagonista es la luz. La luz es herramienta en manos del
pintor. Ella perfila el horizonte y define los volúmenes, los espacios y la
perspectiva. La luz nos transmite la temperatura del aire y nos acerca los sonidos
que brotan de la escena urbana. Pero sobre todo, centra nuestra atención en la
belleza del cielo en llamas en ese instante único y multicolor. Un cielo bajo
el que los edificios sólo tienen interés como soportes de las otras luces, las
artificiales que los festonean o subrayan.
Podemos partir de la admiración que Andrés Rueda
siempre ha manifestado hacia la obra de Claude Monet para resaltar algunas cualidades de esta pintura, o
más bien de la serie de crepúsculos que Rueda
ha creado hasta ahora.
Monet pintó una y otra vez la misma catedral o
el mismo acantilado a diferentes horas del día y con dispares condiciones
climáticas, experimentando combinaciones de color para plasmar los distintos juegos de luz.
Sin embargo, cada crepúsculo pintado por Andrés
Rueda no es una imagen estática ya que encierra en sí mismo la luz cambiante de un paisaje a diferentes
horas. Un único lienzo le basta para plasmar un encuadre con todas las
variaciones de luz y color que se dan en un atardecer. Sí, múltiples efectos
lumínicos van desvelándose con el transcurso de las horas. Una sabia
superposición de color y materia consigue que el aspecto del cuadro vaya
evolucionando a lo largo del día de acuerdo con la luz que recibe del exterior
y hasta que llega la noche. Dentro de estos cuadros el sol se va ocultando poco
a poco cada tarde, la luz natural va disminuyendo y la iluminación artificial
se va encendiendo paulatinamente . Las nubes que reflejan los colores de los últimos rayos de
sol se van apagando mientras gana intensidad la calle.
Ximena Crisóstomo.