12 marzo 2019

GRAN VIA DE MADRID







Nos encontramos ante una nueva perspectiva de la Gran Vía de Madrid al anochecer, ante uno de los crepúsculos mágicos de Andrés Rueda en los que la protagonista es la luz. La luz es herramienta en manos del pintor. Ella perfila el horizonte y define los volúmenes, los espacios y la perspectiva. La luz nos transmite  la temperatura del aire y nos acerca los sonidos que brotan de la escena urbana. Pero sobre todo, centra nuestra atención en la belleza del cielo en llamas en ese instante único y multicolor. Un cielo bajo el que los edificios sólo tienen interés como soportes de las otras luces, las artificiales que los festonean o subrayan.



Podemos partir de la admiración que Andrés Rueda siempre ha manifestado hacia la obra de Claude Monet para  resaltar algunas cualidades de esta pintura, o más bien de la serie de crepúsculos que Rueda  ha creado hasta ahora.

Monet pintó una y otra vez la misma catedral o el mismo acantilado a diferentes horas del día y con dispares condiciones climáticas, experimentando combinaciones de color para plasmar los  distintos juegos de luz.

Sin embargo, cada crepúsculo pintado por Andrés Rueda no es una imagen estática ya que encierra en sí mismo la  luz cambiante de un paisaje a diferentes horas. Un único lienzo le basta para plasmar un encuadre con todas las variaciones de luz y color que se dan en un atardecer. Sí, múltiples efectos lumínicos van desvelándose con el transcurso de las horas. Una sabia superposición de color y materia consigue que el aspecto del cuadro vaya evolucionando a lo largo del día de acuerdo con la luz que recibe del exterior y hasta que llega la noche. Dentro de estos cuadros el sol se va ocultando poco a poco cada tarde, la luz natural va disminuyendo y la iluminación artificial se va encendiendo paulatinamente . Las nubes que reflejan los colores de los últimos rayos de sol se van apagando mientras gana intensidad la calle.

Ximena Crisóstomo.

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